Cuando escribió El vacío de poder en Italia, más conocido como el «artículo de las luciérnagas», para Pier Paolo Pasolini hacía tiempo que todo había acabado. Atrás quedaban Casarsa della Delizia y los paseos boloñeses de los años cuarenta. Y también Los chicos del arroyo (1955) y Una vida violenta (1959), por no mencionar las experimentaciones cinematográficas en los suburbios de la capital, Accattone (1961) y Mamma Roma (1962), concebidas como etnografía artística de formas de vida y maneras de vivir a la vez sencillas y exuberantes, aún no comprometidas con la sociedad de consumo. En los setenta, Pasolini no dejó de enfrentarse a la imparable, banal y violenta modernización de la sociedad italiana. Pero ya a partir de la mitad de los años sesenta, su mirada (su cámara de cine) abandonó la periferia romana, alcanzada por el boom económico, para desplazarse a Palestina, Marruecos, India y Yemen.
El texto publicado en febrero de 1975 en el Corriere della Sera es un artículo de denuncia y un desahogo, la explicitación escrita que pone negro sobre blanco una convicción madurada lentamente y anticipada, con los matices del claroscuro, en poemas, películas y obras teatrales. Como suele ocurrir con las tomas de posición de Pasolini, el razonamiento empieza con una frase de una claridad meridiana que explora el estado de la cuestión: «A principios de los años sesenta, a causa de la contaminación del aire y, sobre todo, a causa de la contaminación del agua (los ríos azules y las acequias transparentes) en las zonas rurales, las luciérnagas empezaron a desaparecer».[1] El tono descriptivo y el lenguaje denotativo viran de repente para revelar el carácter alegórico del discurso: las luciérnagas significan otra cosa, remiten a formas de vida arcaicas, a las tradiciones campesinas, al sustrato popular que caracterizó a Italia durante siglos antes de que la modernidad, las fábricas, los frigoríficos y los grandes y pequeños electrodomésticos lo destruyeran.
Línea tras línea, emerge un blanco polémico sobre el cual lanzar un ataque: los partidos políticos y los intelectuales, pero también la sociedad civil considerada en su conjunto, cómplices de un nuevo poder fundado en la exaltación de la técnica y en una concepción del progreso nivelada con el desarrollo económico. La denuncia se mezcla al final con el dolor de quien acusa, es un grito cada vez más desesperado: «He visto “con mis sentidos” el comportamiento delictivo del poder del consumo, tratando de recrear y deformar la conciencia del pueblo italiano hasta conducirlo a una degradación irreversible, lo cual no ocurrió durante el fascismo fascista, periodo en el cual el comportamiento estaba completamente disociado de la conciencia».[2]
En el momento en que se forja la extraordinaria metáfora de las luciérnagas, a Pasolini le quedan nueve meses de vida. Trabaja en Saló o los 120 días de Sodoma (1975), a cuyo estreno no llegará a asistir, y sigue escribiendo. Afila la pluma para denunciar la degeneración de la sociedad, la extinción del pueblo. Vuelve a proponer expresiones apocalípticas ya utilizadas en los meses anteriores como «abjuración», «mutación antropológica» y «genocidio cultural».
Tras el asesinato de Pasolini, el primero que retoma la imagen de los maravillosos coleópteros es Leonardo Sciascia. Estamos en 1978. Dice en el íncipit de El caso Moro, el panfleto sobre el secuestro y homicidio del expresidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, a manos de las Brigadas Rojas: «Anoche, saliendo de paseo, vi una luciérnaga en la grieta de un muro. Hacía al menos cuarenta años que no veía ninguna por estas tierras: mi primera sensación fue que se trataba de una saltadura del revoque con el que se habían amurado las piedras o de una escama de espejo; y que la luz de la luna, como un bordado entre las ramas, provocaba esos reflejos verdosos».[3] El texto sigue con una mención explícita a Pasolini, «fraternal y lejano», y a la necesidad de reflexionar sobre lo que está sucediendo «en este terrible país en el que se ha convertido Italia». Reflexionar y denunciarlo, pero evitando tonos catastróficos, parece decir Sciascia entre líneas, porque quienquiera que pretenda anunciar el final como un profeta acaba siendo fácilmente un síntoma de esta.
De Dante a Leopardi, de Pasolini a Sciascia, la figura de las luciérnagas ha encantado a escritores y poetas. Hoy más que nunca parece ser un buen tema para un curso de Literatura Comparada. Pero dirigiendo la atención hacia el territorio de la historia y de la teoría de las artes, encontramos el trabajo de Georges Didi-Huberman, su intento de enfocar la cuestión de las luciérnagas como problema a la vez estético y político. También para él, reflexionar sobre las luciérnagas es poner en juego una experiencia biográfica, el recuerdo de una percepción: «Yo mismo viví en Roma unos diez años después de la muerte de Pasolini, en un lugar concreto del monte Pincio llamado el bosque de bambú, donde había una auténtica comunidad de luciérnagas […] entre 1984 y 1986 las luciérnagas no habían desaparecido, ni siquiera en Roma, ni siquiera en el corazón urbano del poder centralizado».[4]
Survivance des lucioles se publica en Francia en 2009 e inmediatamente se traduce al italiano y a otros idiomas. Como en muchos otros de sus libros, Didi-Huberman expresa un amor intelectual sin límites por Pasolini, aunque guarda las distancias de su posición política de la primera a la última página. Adopta una serie de trucos para sustraer a la crítica intelectual el tono absolutista (la idea de que ya no hay nada que hacer) que caracteriza a El vacío de poder en Italia y a otras tomas de posición de aquel periodo. De Pasolini, el blanco de la querelle se extiende a Giorgio Agamben, autor de una de las trayectorias filosóficas más iluminantes de los últimos decenios, pero también proclive a someter a sus lectores de sus obras a la «luz cegadora de un espacio y de un tiempo apocalípticos».[5]
Abriendo un enfrentamiento teórico con Walter Benjamin, Aby Warburg y Hannah Arendt, y con el trabajo de artistas como Renata Siqueira Bueno y Laura Waddington, Didi-Huberman no se limita a sostener que las luciérnagas no se han extinguido, sino que identifica su imagen con la idea misma de supervivencia. Considerados desde el punto de vista estético, estos lampíridos ofrecen un antídoto valioso contra el «sentido del final». Su índole esquiva, su actitud marginal, el carácter excepcional y la epifanía de sus apariciones, el ritmo intermitente de su luz, todo ello los convierte en lo que sobrevive. Están donde quieren cuando quieren. Es inútil esperarlos. Una locura pretender capturarlos. Quienquiera que deseé observar su resplandor debe adoptar una cierta actitud: abandonar el pesimismo de pensar que la noche es oscura y grande; de que quién sabe dónde y cuándo aparecerán; permanecer al acecho, listo para enfatizar la aparición del más huidizo y menor de los acontecimientos; no esperar nada espectacular, no es un safari ni un show, sino una experiencia inmersiva, la relación entre la luz y la oscuridad. Concebir las luciérnagas como una actitud (en cierto sentido, un método) que hay que adoptar en la búsqueda artística y social significa relanzar la búsqueda pasoliniana de los años cincuenta y principios de los sesenta contra el poder nivelador del neocapitalismo, que actúa sobre los cuerpos, los gestos y las formas de vida. Hay que producir imágenes, concluye Didi-Huberman, capaces de «organizar nuestro pesimismo. Imágenes para protestar contra la gloria del reino y sus haces de luz cruda. ¿Han desaparecido las luciérnagas? Por supuesto que no. Algunas están justo a nuestro lado, nos rozan en la oscuridad; otras se han marchado más allá, han desaparecido en el horizonte, tratando de reconstruir en otros lugares su comunidad, su minoría y su destino compartido».[6]
Volver hoy en día sobre los escritos de Pasolini, Sciascia y Didi-Huberman significa dejarse sorprender una vez más. Y, sobre todo, aceptar un desafío: tratar de realizar un posible y necesario relanzamiento. Leyendo con atención lo que se dice, de manera directa o entre líneas, ninguno de los protagonistas de la querelle des lucioles parece afrontar, lo cual es sorprendente, la cuestión ecológica implicada en la metáfora. Cierto es que Pasolini inicia el artículo hablando de la contaminación del aire y del agua y lo concluye diciendo que daría «toda la Montedison per una luciérnaga», pero el meollo de la polémica se halla en otro lugar, en su significado, en la desaparición de su idea de pueblo.
El escrito de Sciascia es, en gran medida, un homenaje a Pasolini, un modo de medir una distancia y lo que queda para alcanzarla, la necesidad de recibir el testigo, de seguir adelante solo, a su manera, de recorrer el trayecto en la noche de la República. Didi-Huberman, por su parte, revisita la reflexión pasoliniana en el contexto teórico y crítico de principios del nuevo milenio. Subraya el carácter poético y ecológico de la cuestión de las luciérnagas desde las primeras páginas, pero los ejemplos que utiliza para desarrollar su razonamiento se remiten en su mayoría a temas históricos que tienen al hombre, y sus problemas, como protagonista: el shock de la modernidad y la crisis de la experiencia, la relación entre los medios de comunicación y la sociedad, los fenómenos migratorios interpretados como «chispas de humanidad». Concentrándose en el nombre de la luciérnaga, en la luciérnaga como metáfora y alegoría, quizá se haya perdido algo. Considerándolas por la luz que emiten e identificando esta última como un síntoma de asuntos en gran parte desligados de la vida biológica y social de los coleópteros, lo que se pierde es la cuestión del cuerpo y del medioambiente, su reciprocidad.
Entonces, ¿qué son o pueden ser las luciérnagas en el escenario contemporáneo, en la conciencia del calentamiento global, en la necesidad de deconstruir el antropocentrismo, en la afirmación de las Humanidades ambientales y, de consecuencia, en la reflexión sobre la relación entre hombre y medioambiente? ¿Cómo interpretarlas, o mejor dicho, cómo dejar de hacerlo? ¿Cómo salir de la alegoría, o al menos cómo dejar de explotar su poder figurativo y mediático en referencia a nuevos temas y problemas? Se trata de preguntas a las que es posible responder tomando diferentes caminos, que a veces se cruzan pero que con más frecuencia, en nombre de objetivos comunes, se contradicen.
El intento de Bruno Latour de reflexionar sobre la Tierra para repolitizar la imagen del mundo, cuenta con las luciérnagas entre los miembros, militantes y absenteistas al mismo tiempo, del «Parlamento de las cosas», un órgano político en el que estarán representadas tanto las necesidades humanas como las no humanas.[7] O quizá, retomando a Timothy Morton, podríamos considerar a las luciérnagas como entidades, elementos especialmente huidizos de aquel hiperobjeto que es la biosfera terrestre en el Antropoceno.[8] O bien, ahondando en la reflexión de Karen Pinkus, podríamos concebir la proteína de la luciferina y la enzima de la luciferasa, de las que se desprender la luminiscencia de las luciérnagas, como un fuel, un carburante, una fuerza en potencia, como el café, el aceite de ballena, el vellocino de oro y otras sustancias reales y fantásticas capaces de alimentar la imaginación literaria y el pensamiento crítico.[9]
Hacerse preguntas y atreverse a plantear hipótesis de esta clase no significa someter a un lavado verde el pensamiento de intelectuales cuya fuerza reside en el anacronismo, en la capacidad de permanecer contemporáneos al margen de las tendencias. Todo lo contrario. Solo manteniendo unidas las diferentes etapas del razonamiento (una especie de historia de las metáforas, una arqueología de lo simbólico en cuanto instrumento de la inteligencia poética y política) se hace posible la querelle des lucioles en el tiempo presente. De la observación de los efectos del boom económico por parte de Pasolini a la supervivencia de gestos de pathos en los migrantes que cruzan las fronteras de Europa, puesta en evidencia por Didi-Huberman, y a la afirmación de un nuevo ambientalismo libre de la idea tranquilizadora de naturaleza, las luciérnagas son algo cada vez más concreto, corpóreo, material que, sin embargo, no deja de remitir a otra cosa. Son metáfora viva, o mejor dicho, son vida y metáfora. Sobreviven y se unen, crean alianzas. Tejen un hilo invisible que atraviesa las estaciones y los diferentes espacios de lucha, en un campo que se vuelve cada más vasto, más impersonal. Es fácil perderse y aún más fácil abatirse. Pero en algún lugar, las luciérnagas…
P.P. Pasolini, Il vuoto di potere in Italia, Corriere della Sera, 1 febbraio 1975, en Scritti corsari, Milán, Garzanti, 2000. [Trad. cast.: El vacío de poder en Italia, Corriere della Sera, 1 de febrero de 1975, en Escritos corsarios, traducción de David Paradela López, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022].
Ibídem.
L. Sciascia, L’affaire Moro, Milán, Adelphi, 1994, págs. 12-13. [Trad. cast.: El caso Moro, traducción de Juan Manuel Salmerón, Barcelona, Tusquets, 2011].
G. Didi-Huberman, Survivance des lucioles, París, Minuit, 2009. [Trad. cast.: Supervivencia de las luciérnagas, traducción de Juan Calatrava Escobar, Madrid, Abada, 2012].
Íbidem, pág. 48.
Íbidem, págs. 95-96.
Bruno Latour, Face à Gaïa. Huit conférences sur le nouveau régime climatique, París, La Découverte, 2015. [Trad. cast.: Cara a cara con el planeta: Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas, traducción de Ariel Dilon, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2017].
Timothy Morton, Hyperobjects: Philosophy and Ecology after the End of the World, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2013. [Trad. cast.: Hiperobjetos, traducción de Paola Cortés Rocca, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2018].
Karen Pinkus, Fuel: A Speculative Dictionary, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2016.