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Capitolo 2
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Ecología
El mundo es un bosque
Capitolo 2: Ecología

El mundo es un bosque

El futuro es un puente y nuestro mañana solo será acogedor si aprendemos hoy a cambiar nuestro estilo de vida

Mauro Garofalo (con un texto de Gilles Clément)

El espacio habitado del mañana

El espacio vital del mañana no puede ser una guarida. La vida del suelo terrestre es muy valiosa, debemos protegerla. Debemos suspendernos sin gravar sobre ella.

Debemos aligerarnos. Abandonar las cargas inútiles, los muebles en exceso, los objetos cuya función se limita a deleitarnos.

Debemos eliminar los aparcamientos, donde los vehículos se estancan todo el día, y permitir que los árboles entren en los espacios donde la vida es bienvenida.

Debemos cambiar nuestra manera de mirar el mundo, quitarnos de encima los modelos basados en la codicia, preferir el encanto a la pura estética del diseño, buscar la belleza en lo inesperado, favorecer la diversidad en vez de la repetición de un patrón que todo lo nivela y lo transforma en mercancía.

Debemos reinventar el nomadismo, obvio y no contaminante, la trashumancia, desplazarnos con facilidad de un territorio a otro abandonando las fronteras. La migración ha empezado y no se detendrá. El clima está cambiando, y con él nuestro modo de vivir. 

Necesitamos desarrollar de nuevo un oportunismo biológico, establecernos donde es posible vivir sin especular acerca de la duración de la estructura de los hábitats, planeando su posible y permanente reciclaje.

Debemos redescubrir al animal humano que destruimos al obligarlo a doblarse a las normas impuestas por la educación cultural y adaptar la ingeniería tecnológica a la anulación del impacto de la vida.

El espacio habitado del mañana no debe dejar huellas.

Los arquitectos de los monumentos históricos desaparecerán para convertirse en inventores del transformismo permanente.

Es un sueño, por supuesto.

Pero ¿qué sería de nosotros sin los sueños?

Gilles Clément, agosto de 2021

 

Lo que sigue es un texto-archipiélago que se inspira en las palabras de Gilles Clément, uno de los maestros del pensamiento contemporáneo; es un intento de reconstrucción y una geografía de pensamiento (mejor dicho, de una parte de este, el occidental) sobre un tema de importancia crucial: la relación entre el hombre y el ambiente en la actualidad, en 2022, cuando los efectos de un ilusorio equilibrio de nuestro estilo de vida pospandémica han dado paso a nuevos vientos de guerra. Algunas palabras, por encima de otras, definieron y definen el presente mientras este se escapa de nuestras manos; son ideas e intuiciones expuestas por autores, científicos, periodistas, geólogos y exploradores en estos últimos años. Lo que sigue es un texto-archipiélago, en la medida en que la perspectiva de la arranca es la búsqueda de una lingüística posible de un horizonte de palabras nuevas con las que denominar un espacio y un tiempo que aún no conocemos pero que, de alguna manera, ya está ocurriendo. Sabemos que si queremos dar un futuro a la raza humana en el planeta debemos actuar ahora, hoy y aquí, incluso mientras leemos o comemos; es El fin del fin de la tierra  como la hemos conocido, título del libro de Jonathan Franzen que, en el curso de una entrevista que me concedió hace tiempo, me dijo: «Puedes centrarte en un lugar concreto o en una pájaro concreto en vez de tratar de salvar el mundo, lo cual es imposible». Está en marcha un cambio del mundo. Todo dependerá de la manera en que actuemos, compremos, nos informemos, produzcamos y consumamos energía. No hay presencia humana si no se reconoce la conexión, la red, incluso tecnológica, que nos une a todos, a todo. Vi al aire detenerse en el bosque de Białowieża, un bosque primitivo ubicado entre Polonia y Bielorrusia, que cuenta con 11 mil años de antigüedad. Fue allí donde advertí por primera vez, con claridad, que el espacio y el tiempo se dilataban. Entrar en un bosque antiguo es como encontrase con un gigante: la vida está en todas partes. Catedrales de madera y roca, marañas de troncos y ramas carbonizadas por los rayos, que se remontan a quién sabe cuántos siglos atrás, cuando todo esto, el presente, no existía y el dios del trueno quebraba la tierra con fulgor incendiario y crepitar de llama. Fue tocando la corteza de un abeto rojo de 700 años cuando creí reconocer algo que todos conocemos pero que hemos olvidado: las ruinas arbóreas de «lo que no se pierde», como lo definiría la poeta y ensayista canadiense Anne Carson. El 70% del planeta está compuesto por agua, y nosotros, los humanos, nos contamos entre los habitantes de las tierras emergidas. Aunque nos olvidemos a menudo, bajo nuestros pies vive un planeta que cambia: erupciones en las fosas oceánicas, fusión de los glaciares, niveles de contaminación elevados en las «ciudades totales», Yakarta que se hunde e Indonesia obligada a trasladar la capital, la selva tropical de Borneo, cada vez más reducida a una antropización imparable, enteros ecosistemas ricos de biodiversidad que se desvanecen…

Seguimos abatiendo la casa de las demás especies, que son incontables, mientras que deberíamos activar la regeneración de una vida intersticial, múltiple, compleja, que incluya a los animales, las rocas y las plantas como compañeros del hombre. Las palabras de Gilles Clément poseen la fuerza del «tiempo-árbol» de los robles milenarios, cuentan que más allá del transcurso de los «días-hombre» también existe un «tiempo-abeja». La misma palabra «futuro» debe ser reinterpretada en clave de sincronicidad, como escribe Carl Gustav Jung, puesto que el pasado no determina lo que sucederá, sino que nuestras acciones presentes están determinadas por el futuro. Como dirían Martin Heidegger y Ernst Jünger: el mundo es un bosque. Es necesario introducir el concepto de simultaneidad en la readaptación del espacio urbano construido por el hombre del siglo xx, con mostacho y levita, construir los nuevos vectores de un tiempo que ya ha cambiado: el papel de la mujer, los Fridays For Future, la generación de Greta Thunberg, el afloramiento de las nuevas identidades, individuales y colectivas, la sociedad y el amor líquido. Es necesario reconstruir en función del viento, dicen los filósofos, los poetas y los arquitectos como Stefano Boeri, con su bosque vertical, archipiélagos de pequeñas poblaciones, campos urbanizados, ciudades-bosque.

La especie Homo apenas tiene 300 mil años de antigüedad; 4 mil millones y medio de años de evolución han implicado sistemas de extinción de masa; dentro de otros 4 mil millones y medio el Sol se apagará, quizá mediante una explosión, o bien se enfriará. Para siempre. No lo sabemos. En cualquier caso, no estaremos allí para verlo. Nosotros, que calculamos el tiempo del mundo con el nuestro, «no vemos las cosas como son, sino como somos nosotros», dicen Anaïs Nin y el Talmud. Logramos incluso hacernos una idea exacta de todo cuando en realidad solo hemos visto su pálida manifestación. Pero en el río en el que estamos sumergidos, en el Gran Tiempo que tratamos de ordenar, todo tiende a un estado de quietud: la entropía es la segunda ley de la termodinámica. Desde nuestra visión autoabsolutoria, estamos acostumbrados a pensar que el futuro es un producto del pasado: puesto que ayer contaminamos, mañana seguiremos haciéndolo. El pensamiento medioambiental es capaz de ilustrarnos un panorama diferente, una medida del espacio entendido como hábitat que hay que reconstruir, es más, como una construcción compartida entre el hombre y las muchas otras especies que viven, se reproducen y se transforman en la intersección que es el jardín planetario. La palabra «jardín» procede, por otra parte, del griego paràdeisos (del persa pairidaeza): lugar protegido en cuyo interior están representadas todas las especies. El futuro es un puente y nuestro mañana solo será acogedor si aprendemos hoy a cambiar nuestro estilo de vida.

Estuve en el bosque de Białowieża, que hoy en día no es más que un pedacito de tierra entre el nordeste de Polonia y la frontera con Bielorrusia, en septiembre de 2021, unos pocos meses antes de que estallara la guerra en Ucrania. «La guerra es una masacre entre gente que no se conoce, para provecho de gente que sí se conoce pero que no se masacra», escribía Paul Valéry. Es aquí donde el oráculo aludiría al mundo futuro: Venecia, Los Ángeles, Bombay. Donde los rascacielos rozaban las alturas, el agua cubrirá los edificios. Y peces enormes de un nuevo período cámbrico surcarán lo que fueron calles. He imaginado las últimas ciudades tras haber leído a Alan Weisman, escritor y pensador norteamericano, que empieza justo por Białowieża en su libro El mundo sin nosotros. El valor liminal de Weisman es reconocer que ya vamos perdiendo: sabemos que año tras año se perpetra un expolio de la selva amazónica, y que en la otra punta del mundo, en Laponia, los hielos se derriten (en julio de 2021 el Ártico alcanzó los 33,6 °C) y las tierras de los samis podrían venderse para construir, antes de 2030, un nuevo ferrocarril que debería favorecer el comercio. Plantae, el reino vegetal, cuenta con más de tres mil millones de árboles en la Tierra. Son ellos los que permiten que todos los seres vivos sobrevivan y se multipliquen: lobos grises, pumas, osos, bonobos (que comparten el 99% del adn con nosotros), insectos, rocas: la biodiversidad más allá del hombre. Todos juntos formamos la población más grande de habitantes de la superficie terrestre, mientras que en el subsuelo secreto del Wood Wide Web, la maraña de raíces, micelio y Hongos fantásticos de la que habla Paul Stamets, una vasta red vegetal que se entreteje bajo nuestros pies pulsa y cambia, come han escrito Stefano Mancuso y Emanuele Coccia; este último, uno de los autores italianos más evocativos, en su libro La vida de las plantas, Una metafísica de la mixtura.

El hábitat actúa sobre nuestra identidad individual y social. Descendemos.

A partir de la segunda mitad del siglo xx hemos vuelto estéril el laboratorio químico de la naturaleza mediante procesos de antropización salvaje y especulación inmobiliaria, hemos creído en la fenomenología de una industria invencible. De tal manera que mientras aplicábamos el posfordismo en las relaciones sociales (el provecho), ignorábamos la salvaguardia de los territorios, el deber de protección de la Creación, y convertíamos el mundo en un lugar malsano (contaminando los ríos, extirpando terrenos labrados o valiosamente incultos), no solo para la especie humana, sino también para los animales, que se han visto expulsados de sus lugares de origen. Durante años hemos creído que podíamos existir al margen de la naturaleza.Hoy sabemos que el hombre es un habitante de la Tierra y que imaginar una especie sin un espacio vital, a ser posible rico de recursos, es como mínimo improbable. Una comunidad se desarrolla a partir de un lugar. De la misma manera, lo que corroerá una parte, lo corroerá todo: un territorio envenenado provocará crisis y, a largo plazo, carestías que se propagarán. Así lo cuenta Jared Diamond en su libro Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años.

La naturaleza está en todas partes. El bosque, este enorme y único organismo sentiente, existe desde antes que nosotros y nos sobrevivirá; en él se conservará la memoria de la Era de los hombres que en el pasado habitaron el planeta. «This is my Church», le respondí un guía que me preguntó en qué creía mientras le señalaba las montañas, las nubes y los terraplenes de Porto Santo, la isla blanca del archipiélago de Madeira, en pleno océano Atlántico. En algunos lugares, las hembras de los bisontes llevan a los recién nacidos al corazón del bosque primitivo. Imágenes de ciudades desiertas, que todos recordamos, durante la pandemia: osos en pleno centro de Moscú. En Quebec un ciervo entra en una iglesia; en Chernóbil los linces (los fantasmas de los bosques) vuelven, haciendo correr hacia atrás las manecillas del reloj; en Hiroshima y Nagasaki los ginkgo biloba son los primeros árboles en crecer después de la bomba atómica; en otra latitud, en el estado de Utah, el bosque Pando crece: álamos temblones rojos y amarillos, alineados, nacidos de un único individuo genético masculino; un ser vivo de 80 mil años. En las pistas de Białowieża, el zar Alejandro II cazaba ciervos a caballo. Quedan pocas hectáreas del que fue el mayor bosque primitivo europeo. Caminando bajo las ramas frondosas de los tilos, los robles y los abetos rojos reconocí en el barro las huellas de una manada de lobos en busca de ciervos; una rata topera dentro del tronco podrido de un aliso, cuya forma recordaba a una ballena. Lobos y bosques, lupus e lucus, deidades tutelares y medioambiente comparten la raíz semántica. Es el lenguaje que enlaza las palabras del mundo: «La entrada al subsuelo, dice Robert Macfarlane en su libro Bajotierra, se inicia en el tronco hendido de un viejo fresno. Ola de calor a finales de verano, aire bochornoso. Las abejas zumban soñolientas por encima de la hierba del prado. Maíz enhiesto, dorado; hileras de heno recién segadas, verdes; grajos en los campos de rastrojos, negros. Más abajo, en alguna parte, un fuego invisible desprende una columna de humo». Aún más abajo, en el núcleo incandescente de la Tierra, el magma supera los 5.400 °C. «A pale blue dot», fueron las palabras de Carl Sagan al ver la imagen de la Tierra capturada por la sonda Voyager I. Un punto azul pálido suspendido en el universo.

El planeta Tierra es la única casa que tenemos. Nosotros. Este pronombre inclusivo, coexistente, forma parte de un único bosque-mundo.

El planeta Tierra pertenece a las próximas generaciones. Las que siguen son algunas palabras nuevas del medioambiente que deberemos ser capaces de declinar:

1. afloramiento. Geografía de los cuerpos, ideas para una construcción conjunta del futuro.

2. multiplicidad. Archipiélago de pequeñas poblaciones, calles, campos, ciervos, hojas: vida, tiempos y alcance colectivo.

3. fronteras. Correspondencias-Baudelaire, pasajes-Benjamin.

4. utopías. Reconstruir como espacio para los hombres, del mito a los intraespacios.

5. alteridad, o del otro. Qué podemos aprender del lenguaje de los cuatro reinos: animal, vegetal, mineral y microorganismos.

6. embosquecimiento. Ernst Jünger, John Muir, Henry David Thoreau, o el bosque como acto de libertad.

7. emersión. Habitantes del mundo de la superficie y del subsuelo, volcanes, glaciares, tierras emergidas, océanos de aire.

8. fracaso y conciencia. O lo que es lo mismo, aceptar la posibilidad del fracaso como motor del cambio.

9. amplitud. Hay que ampliar la visión y la perspectiva del espacio y del tiempo, el planeta Tierra pertenece a las nuevas generaciones y a ellas debe entregársele.

10. humanidad. Propuestas de cohabitación en el planeta Tierra.

Mauro Garofalo (con un texto de Gilles Clément)

Mauro Garofalo (Roma, 1974) es periodista y escritor. Se crió en Maremma, vive en Milán, escribe artículos para Il Sole 24 Ore-Nòva y Huffington Post-Terra y realiza reportajes medioambientales para La Stampa. Es profesor de Escritura en la sede lombarda del Centro Sperimentale di Cinematografia e Storytelling de la Civica Scuola Cinema Luchino Visconti de Milán. Su última novela es The Green Monkeys (Mondadori, Milán 2021).