Durante los primeros meses de 2020, en los días de la pandemia de Covid-19, algunos comentaristas describieron el virus y sus consecuencias como el clásico «cisne negro»: un acontecimiento raro e imprevisible, en la frase que hizo famosa Nassim Nicholas Taleb. Pero muchos estudiosos, empezando por el propio Taleb, rechazaron esta comparación. Para la comunidad científica, la idea de una pandemia mundial debida a un virus de origen animal no era una posibilidad, era una certeza. Como escribió David Quammen en Spillover (Contagio, Barcelona, Editorial Debate, 2020) en 2012, la cuestión sobre una pandemia mundial no era si ocurriría, sino cuándo. «Sí, es cierto. Sabíamos que iba a ocurrir, me dice Quammen cuando me encuentro con él. Había previsiones de los científicos, había toda una comunidad científica que llevaba años, si no décadas, diciendo que llegaría una nueva pandemia, que sería causada por un virus, que casi seguro sería un nuevo virus procedente de algún animal salvaje. Y que bien podría ser un virus de la gripe o un coronavirus. Los científicos lo decían en sus publicaciones, yo lo decía en mi Spillover recogiendo sus opiniones, y otros difundían esta advertencia. Es imposible creer que los líderes mundiales y los funcionarios de salud pública no estuvieran al tanto de estas advertencias. Tenían que ser conscientes. Incluso cuando un líder ignorante como Donald Trump estaba en el poder, seguía rodeado de personas que le decían que esto podía pasar».
¿Cómo pudo ocurrir, entonces, que la pandemia nos arrasara como una ola imparable, que nos pareciera un alienígena que había aterrizado en la Tierra desde el espacio sideral, cuando en realidad, como estaba previsto, procedía de esas »islas» de vida salvaje que estábamos destruyendo? ¿Cómo es posible que no lo hayamos visto venir? «Me lo explicó un excelente funcionario de sanidad pública llamado Ali Khan, antiguo miembro de los CDC (Center for Disease Control and Prevention, N.d.l.r.; Centro para el control y prevención de las enfermedades) de EE.UU. y actual decano de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Nebraska. Me dijo que no fue un fallo de información, ni un fallo de la ciencia. Fue un fracaso de la imaginación. Lo que quería decir es que las personas que recibieron esta información, que escucharon estas advertencias, eran incapaces de imaginar que este acontecimiento ocurriría durante su mandato, bajo su responsabilidad. Se les había dicho que para evitar que un brote de un nuevo virus generara una pandemia, para responder rápidamente, se necesitaría dinero, mucho dinero, decenas de miles de millones de dólares para crear redes internacionales y estructuras de salud pública. Ahora bien, si se le dice a un político que se necesitarán decenas de miles de millones de dólares para evitar un acontecimiento, es probable que pregunte: Bueno, ¿cuándo va a ocurrir ese suceso? ¿Va a ocurrir antes de las próximas elecciones? En ese momento los científicos responden que no saben cuándo ocurrirá, sólo saben que ocurrirá. Podría ocurrir en un año. Podría ocurrir en dos años y podría no ocurrir en cinco años. El político piensa: tengo unas elecciones dentro de tres años. No voy a gastar decenas de miles de millones de dólares para protegerme de algo que no ocurrirá entre ahora y mis próximas elecciones. La cuestión, que los responsables de tomar decisiones no entienden, que no han logrado imaginar, es que este algo puede ocurrir tres años antes de las elecciones o cinco años después de las mismas. Pero el daño que causará, aunque solo sea económico, será, como de hecho lo fue, miles de veces mayor de lo que le habría costado evitarlo. Esto es un fracaso de la imaginación». Parece que Samuel Taylor Coleridge, el gran poeta del Romanticismo inglés, solía asistir a clases de química en la Royal Institution. Cuando alguien le preguntó por qué se sometía a semejante tormento, Coleridge respondió: «Para enriquecer mi almacén de metáforas». En una ocasión, en la década de 1970, Italo Calvino recibió una reprimenda de Margherita Hack porque, al escribir sobre los agujeros negros, había pasado por alto algún detalle científico y se había «dejado encantar por las imágenes». La respuesta de Calvino, algo molesto, fue que para un escritor que, como él, «está continuamente a la caza de imágenes en los límites de lo concebible, esto es un duro golpe: es como encontrarse con una señal de “prohibido cazar” en un bosque (la ciencia) que para él es una reserva de finas especies de caza». Eso. Quammen tiene esta extraordinaria habilidad: en sus libros, o cuando nos habla de alguien, no parece alejarse nunca ni un ápice del plano de la narración factual de los hechos. Lo que más le interesa es conseguir que el lector disponga de la información, el contexto y el orden de los acontecimientos para reconstruir las grandiosas historias científicas que constituyen el núcleo de sus libros. Pero al hacerlo, y este es su talento, es capaz de desencadenar una reacción en cadena de pensamientos, imágenes y metáforas: sus libros se han convertido así no sólo en verdaderos mapas para encontrar el camino en esta nueva era oscura, sino también en una asombrosa «reserva de finas especies de caza» para artistas, escritores, filósofos y visionarios. Por eso no me sorprende que una de las primeras cosas de las que empezamos a hablar sea concretamente la imaginación. «Algunas cosas han sido sorprendentes, otras no, continúa Quammen. El hecho de que se trata de un virus muy peligroso, que seguramente proviene de un animal salvaje. Es un virus de arn. Es un coronavirus. No me sorprendió nada de esto: eso es lo que nos decían las alarmas. Lo que es sorprendente, lo que me sorprendió es lo poco preparados que estábamos. Me dejó estupefacto lo mucho que afectó a Italia en marzo y abril de 2020, especialmente a la Lombardía. Sigue siendo un misterio para mí y para otros por qué Italia fue golpeada tan duramente al inicio. Hablo de ello en el nuevo libro que estoy escribiendo, donde expongo algunas de las hipótesis que están haciendo los científicos. Entonces me sorprendió lo poco preparados que estábamos con el tema de las pruebas para detectar el virus. No hicimos pruebas a personas asintomáticas. Cuando tuvimos kits de pruebas que por fin acabaron funcionando, nos centramos en las personas que mostraban síntomas para confirmar que tenían Covid. Pero esto nos dejó completamente ciegos ante las personas asintomáticas, permitiendo que el virus se propagara silenciosamente». De nuevo, en palabras de Quammen, retorna el tema de la visibilidad, de lo que podemos ver y lo que permanece oculto. «El virus ha demostrado ser muy, muy adaptable. Nuevas variantes. Variante Alfa. Variante Delta. Variante Omicron. Y ahora Xe y Xj, variantes de Omicron. Cada una de estas variantes ha sido una sorpresa: pero que el virus mute no es ninguna sorpresa». La imaginación es también la capacidad de proyectarse hacia el futuro, le digo. «El virus sigue con nosotros. Sigue aumentando en muchos países. No desaparecerá, no a corto plazo. Seguirá sorprendiéndonos cambiando, adaptándose, evolucionando durante años. ¿Cuatro años? No, probablemente cuatro décadas. Yo diría que dentro de cuarenta años los niños serán vacunados contra este virus y otros coronavirus, probablemente en una vacuna general que cubra todos los coronavirus. Pero este virus no habrá desaparecido en cuarenta años. Seguirá circulando. Hará que la gente enferme y probablemente siga matando gente dentro de cuarenta años. No tanto como ahora, pero creo que seguirá con nosotros». El miedo al virus es tan poderoso y omnipresente porque, en el plano simbólico, escenifica la aparición fantasmal y amenazante de su doble: invierte y vuelve a proponer, en una versión angustiosa y de pesadilla, el sueño de la globalización, el de la transformación del mundo en una única y gran ciudad global. El «fin del mundo» que la angustia casi apocalíptica de la pandemia pone en circulación, por lo tanto, es el fin de la idea del mundo, del mundo natural en contraposición a un globo completamente hecho por el hombre. Cuanto más se cree el hombre dueño y señor absoluto de una tierra «totalmente iluminada», sin más riesgos ni zonas de alteridad, más se trastoca esta totalidad en el inquietante fantasma de la pandemia. No es casualidad que el otro ámbito en el que se utiliza el término «virus» sea el de las redes informáticas y de Internet en particular. La comunicación, y la digital sobre todo, aumenta la proximidad y, por tanto, la posibilidad de contagio. La pandemia ha hecho visible la infraestructura del mundo. La red de redes de intercambios y comunicaciones, de personas y bienes, de lenguas e ideologías, de imágenes y miedos, de historias y genomas.
«Todos mis libros, si se examinan detenidamente, tratan de los confines, de la idea de los límites, de la posibilidad o la inevitabilidad de que las fronteras, los límites y las barreras sean violados. Los confines se traspasarán, las fronteras se cruzarán, se volverán porosas. Mi primer libro, The Song of the Dodo, que salió hace veintiséis años, trataba de la evolución en las islas, de lo que las islas pueden enseñarnos sobre la evolución y la extinción. ¿Sabe por qué son importantes las islas? Porque están acotadas. Todas son fronteras. Son parcelas relativamente pequeñas con límites absolutos muy, muy fuertes. Son, por ejemplo, un trozo de selva tropical rodeado por el océano. Y entonces ese trozo de selva está habitado por criaturas que no pueden atravesar los océanos. Ya sean mamíferos, reptiles o incluso las aves. Muchas aves son reacias a volar incluso a través de veinte millas de mar abierto. De aquí la importancia de la parcelación de los lugares de la tierra firme, porque las especies también se extinguen en las islas. Y a medida que vayamos dividiendo la tierra firme en islas rodeadas de civilización humana, las especies también se extinguirán allí. Ese fue mi primer libro importante sobre temas científicos. En el centro de mis libros creo que está el combate, la crítica de un supuesto límite, un límite muy difundido en el pensamiento humano. Y ese es el límite entre el hombre y la naturaleza, entre el mundo humano y el natural. La gente tiene la tendencia a pensar que los humanos estamos separados de la naturaleza. Que estamos por encima de la naturaleza. Pero Darwin nos enseñó que no, que no lo estamos para nada. Somos parte de la naturaleza. Somos animales. Y los límites entre nosotros y otros animales son relativamente pequeños. Hay diferencias cuantitativas, no cualitativas. Tenemos un ancestro común en los chimpancés de los que evolucionamos lentamente hace unos cinco millones de años. Así que estos límites no son absolutos. Esta es la gran enseñanza de Charles Darwin. Y me imagino que es algo que recorre la mayoría de mis libros». El poder perturbador del virus es tan grande porque toca las zonas más ancestrales del cerebro humano, poniendo en peligro no sólo la supervivencia física del individuo, sino amenazando la supervivencia del ser humano como especie: porque el virus nos obliga a recordar la más profunda y siniestra de las ideas darwinianas. Y es que el hombre es realmente un animal entre los animales, desprovisto de toda excepcionalidad. Y, por tanto, comparte con otros animales la posibilidad de la extinción. «Exacto, cierto. Hoy se habla mucho del microbioma, por ejemplo. Todos nuestros cuerpos contienen otros organismos, microorganismos, bacterias, virus, arqueas, pequeños organismos unicelulares, eucariotas, y cuando causan problemas lo llamamos infección, lo llamamos enfermedad, tomamos un antibiótico e intentamos deshacernos de ello. Pero probablemente tenemos decenas de miles de tipos de organismos viviendo en nosotros que son inofensivos o incluso beneficiosos para nosotros. Y que ayudan a equilibrar los procesos. Viven en nuestro estómago, viven en nuestros intestinos, en nuestra piel, en nuestras mucosas, forman parte de nuestra vida. No sólo eso: hay secciones enteras de nuestro propio adn, en nuestro propio genoma, que han llegado a nosotros desde otras criaturas, no por descendencia vertical, durante largos procesos evolutivos, sino, por así decirlo, horizontalmente, lateralmente: desde virus, por ejemplo, que al infectar a los seres humanos pasan a formar parte de nuestro genoma. Los retrovirus endógenos, por ejemplo; el 8% del genoma humano está formado por adn viral que llegó a través de estos retrovirus endógenos. Virus que van hacia atrás y se insertan en el adn de las células. Y algunos de ellos se han insertado en el adn de nuestras células reproductoras, óvulos y espermatozoides, y esto los ha convertido en parte del linaje hereditario humano. Así estamos compuestos. Y así, como digo en el libro The Tangled Tree (El árbol enmarañado, Barcelona, Editorial Debate, 2019), hay tres categorías que la gente considera absolutas y que en realidad no lo son para nada. Un individuo como criatura unitaria y justa. No, nosotros somos una comunidad y nos hemos fusionado con otras criaturas. La idea de una especie como categoría absoluta y justa. No: hemos descubierto que hay material genético que pasa lateralmente de una especie a otra mediante el proceso llamado transferencia horizontal de genes. Y, por último, la idea de que la historia de la vida se asemeja a un árbol ramificado. Un árbol cuyas ramas son siempre divergentes. Ahora sabemos que no, que este árbol enmarañado tiene en realidad ramas que se unen y entrelazan incluso horizontalmente, como una red. Es un árbol enredado». Una totalidad amenazante se avecina. Algo que fascina y aterroriza al mismo tiempo. Una mezcla de atracción y repulsión por lo que nos trasciende. La inmensidad de lo que no es inmediatamente comprensible para el cerebro humano y sus categorías epistemológicas. Una experiencia que es un verdadero asalto a la integridad del sujeto. Son características que la interpretación de la pandemia comparte con lo sublime.
Imaginación. Visibilidad. La pandemia nos ha obligado a replantearnos toda una serie de conceptos con los que hasta ahora habíamos pensado, visto e imaginado el mundo. El virus y el contagio son invisibles; por el contrario, los efectos (en las personas, en las ciudades, en la economía) son extremadamente perceptibles; la pandemia es un acontecimiento que involucra a todos los que tienen que usar el cuerpo, pero la mayoría de la gente lo vivió en su casa, sin poder ver lo que ocurría en su propia ciudad, paradójicamente más informada de lo que ocurría en otras partes del mundo que en el otro lado de la calle. «Creo que hay tres grandes problemas a los que nos enfrentamos en este planeta. Y nosotros somos la causa última de estos tres grandes problemas. Tres problemas relacionados entre sí, aunque eso no significa que uno sea la causa de otro. Los tres grandes problemas son la pérdida de biodiversidad y las extinciones masivas, el cambio climático y la amenaza de nuevas pandemias globales. Esos tres son los grandes problemas y están interrelacionados. Pero no se puede decir que el cambio climático sea la causa de las pandemias o que el cambio climático sea la causa de la pérdida de diversidad biológica. Interactúan entre sí de forma compleja. Por ejemplo, el cambio climático contribuye a la pérdida de diversidad biológica al alterar los ecosistemas y dificultar la supervivencia de las criaturas al cambiar el clima de su ecosistema particular. El cambio climático puede tener efectos terribles en la selva amazónica, uno de los cinco grandes bosques del planeta Tierra, al cambiar los ciclos de las precipitaciones que conducen a una mayor aridez en el sur del Amazonas y a que partes de la selva empiecen a convertirse en sabanas y pastizales. Y luego están los incendios, tanto naturales como provocados por el hombre, y luego está la deforestación obra de los humanos. Y esto afecta a las precipitaciones porque el ciclo de lluvias en la Amazonia depende del tamaño del bosque. Así, el cambio climático podría llevar a la selva amazónica más allá de un determinado límite, tras el cual el fin de la gran selva sería inevitable. Estos problemas interactúan, pero cada uno de ellos tiene la misma causa última: y esa causa última es la población humana. Nuestra huella en el mundo». Entonces, ¿cómo podemos representar lo irrepresentable, cómo podemos evitar la «gran ceguera» de la que habla el escritor indio Amitav Ghosh? En The Great Derangement: Climate Change and the Unthinkable (El gran desvarío: El cambio climático y lo impensable; todavía no ha sido traducida al castellano, N.d.l.r.), Ghosh aborda principalmente el género de la novela, pero consideraciones similares pueden aplicarse a gran parte del arte contemporáneo. ¿Cómo es posible, se pregunta Ghosh, que nuestra vida (y nuestra muerte, individualmente y como especie) esté determinada por este enorme acontecimiento global que es el cambio climático (pero lo mismo puede decirse de la pandemia) y que al mismo tiempo seamos incapaces de representarlo en nuestro arte, en nuestras novelas? Hay que desactivar los mecanismos ideológicos que nos hacen desplazar la naturaleza, lo no humano y lo global a un segundo plano: lo sublime puede ser la forma de hacerlo, esa mezcla de terror y fascinación que la ciencia pone en evidencia y el arte plasma. En otras palabras, llegar a un acuerdo con lo que el filósofo Timothy Morton define como «hiperobjetos»: fenómenos demasiado vastos, difusos, dotados de sus propias temporalidades para ser concebibles o representables, como los agujeros negros, el antropoceno, el cambio climático. O, de hecho, la pandemia. «Pienso en los tres grandes problemas de los que le hablaba antes, me dice Quammen mientras nos despedimos, como tres grandes ríos. Tres grandes ríos que corren paralelos y todos ellos fluyen desde una montaña y son alimentados por el derretimiento de un glaciar en esa montaña. Y luego fluyen desde esa montaña en paralelo y a veces se cruzan, pero tienen la misma causa última, el deshielo del glaciar, y lo que lo está derritiendo es el tamaño de la población humana. Nosotros estamos causando estos tres problemas».