Estoy perdido en la noche de los cometas; pero no son cometas propiamente de verdad, son cometas guiados por nuestra mano. Me he perdido en una tierra con demasiadas dimensiones, un paisaje eviscerado e incinerado por espejos ardientes. Italia se convirtió en una instalación geográfica durante la noche en que me perdí. Estaba enamorado de una mujer y me perdí en algún lugar. Me perdí en algún lugar y lo único que recuerdo es la sensible textura del pH de su piel, el preciso asalto a mis papilas y fosas nasales, todo. Estábamos leyendo a Machado, soñábamos con las colinas y la barra visual que define el delirio de un caballero de España. Leíamos los Pensamientos de Leopardi, que define a casi todo el mundo como bandidos. Leíamos sobre James Ballard y la guerra chino-japonesa, o sobre James Salter y la guerra de Corea, sólo algunas de las muchas guerras que nos habían plantado como clavos en el cerebro. Caminábamos por un páramo que parecía un cerebro lleno de clavos. Cuando digo que estoy perdido, no intento usar una metáfora. Todo es físico. Literal. Es extraño que para indicar que cuándo algo es cierto se utilice el adjetivo «literal». Como si el cuerpo de las cosas estuviera hecho de letras y acercarse realmente a tocarlo fuera tocar el extraño contorno de una serie de signos. Y, sin embargo, no paro de preguntarme: ¿qué pasó antes de llegar aquí? Porque no puedo recordar el camino, lo que hice, quién soy. Precisamente por una simple constatación: algo debe haber pasado. Antes. No soy tan mayor como para ponerme enfermo con estas cosas. Tengo 44 años.
De repente recuerdo números de teléfono y lo hago con precisión micrométrica. 0177 33. 21. 50. El número pertenecía a mi mejor amigo cuando yo tenía veinte años. Se llamaba Filippo.
De repente, nada menos, de un instante a otro, vi que mi teléfono, un talismán rectangular capaz de cualquier cosa fuera luminosa u oscura, se convertía en una pistola. Estaba en la calle. De compras navideñas. Lo mismo les ocurría a todos los seres humanos que me rodeaban en el fluir del momento, bajo la luz parpadeante de las fiestas en las ciudades. Blanco, led, bermellón, alabastro, verde esmeralda brillante y de nuevo amarillo difuso. Y, abajo, cientos de teléfonos convirtiéndose de repente en revólveres. Un salto hacia atrás. Disparos. Gritos. Coches que frenan sin previo aviso y chocan contra los coches de delante. Objetos que saltan de las manos, como insectos encontrados en un bolsillo. Montones de polvo que se hacen pasar por «paisaje».
Me acuerdo de otro número de teléfono, quizás tenga algo que ver con lo que ha pasado y con la razón por la que estoy aquí perdido en un trozo de tierra que no conozco. Continúo. Camino un poco, no recuerdo cómo se dice cuando se hace un tramo de carretera, lo único que se me ocurre es la palabra «cristales». He hecho pocos cristales. He hecho cuatro cristales hacia adelante. El armario mide tres cristales. ¿Pero qué significa cristal? Tengo escalofríos. El sol atómico aún está alto. Siento una extraña pinza en el estómago y en la parte baja de la garganta, donde está todo el coro interno: ¿quizá comer? Hay briznas de hierba, estas las reconozco. ¿Puedo comer hojas de hierba? Lo intento. Vomito. No es vómito, sólo una insinuación de vómito. Un jadeo. No se comen. Unas cuantas copas más. El suelo puede crujir. El suelo es de tierra. Piedras. Guijarros. Estoy perdido en algún lugar y no sé mucho más.
Hay ruidos muy lejanos, aunque todo suene como un ácido lisérgico, como el lisérgico del Gobi, me acuerdo, o como el lisérgico del Sahara, me acuerdo, o como el lisérgico del Sahel. Ahora sé lo que es el hambre, aunque aquí haga más frío, no es el calor que asocio a las lejanas sensaciones quizá de cuando era niño y acudía a un lugar de oración, con mi madre, y allí recogían dádivas para niños de piel negra muy diferentes a mí, y la frase que recuerdo es el nombre del lugar donde vivían, o morían, sería mejor decir, esos niños: el Sahel. Un anhelo. Sigo adelante, pero siento que algo gotea por mis piernas, me bajo los pantalones, y están llenas de heridas, gotas de sangre, chorros de sangre, pero ¿quién me ha podido dar estos dragones, estos arañazos, no estos dragones? ¿Quién me ha dejado así? ¿Quién me ha traído aquí?
Lo recuerdo. Antes de perder el conocimiento, antes de perderlo todo, estaba en una calle, sobre una vía, a pie, y delante de mí había una niña, debía tener seis o siete años.
Se deslizaba en su patinete por el bordillo, el segmento que separa la zona transitable de la zona donde aparcan o estacionan los coches.
La chica jadeaba un poco. Miraba al frente. Miraba a un lado. Miraba a un coche. En el coche, su padre, con la ventanilla bajada, gritando FUERZA, fuerza enclenque, otra vez, HACIA ADELANTE, qué haces, estúpida, STOP. Luego, otra vez STOOP. Con tantas «o»s ancladas en el oro del grito, si ese fragmento de voz en tu garganta fuera una mina para excavar te harías rico.
De repente recuerdo, mientras camino entre las piedras de esta tierra incapaz de ser leída, o de como desearía que pudiera ser leída. Cómo me gustaría que la geografía fuera realmente una escritura, una «grafía». Que el mundo fuera realmente como un libro. Allí. Recuerdo, como una carcajada en el teatro de los sonidos de la mente, que solía hacer lo contrario de un trabajo peligroso: vendía libros raros a gente que estaba harta de libros raros. Y ahora estoy aquí, perdido en algún lugar, deshuesado de la civilización de líneas y cuadros y pequeñas ventanas a la que estoy acostumbrado. ¿Por qué he acabado aquí? Esto no lo recuerdo.
Qué extraño. Qué desgarrador. Sobresalen como armas en los brazos de una población revuelta, estos fragmentos de lo que ocurrió, de cómo acabé aquí. Y, sin embargo, no estoy muerto. Estoy orgulloso. Estoy herido. Camino. A mi manera me siento bien. Debe hacer veinte grados, mi reloj no esta demasiado fuera de hora, porque las nubes filtran el sol de la tarde y probablemente no falte tanto para las cinco de la tarde.
Pero era invierno. Era un planeta irritable. Aquí hace calor. El planeta se ha irritado.